lunes, 31 de octubre de 2011

Carta 4

Querido padre:

Desde que tengo uso de razón y memoria, recuerdo que para ti no había nada más importante que mi presencia cerca.
Recuerdo que cuando era pequeño, con muchos compañeros y amigos del parvulario, nos peleábamos una y otra vez, casi siempre llegando al mismo tema o alguno semejante a ese. Siempre relacionado a la familia o los juguetes que teníamos. ¿Qué podría esperarse de la inocencia de los cuatro o cinco años?
Las revoltosas peleas se debían a que nos la pasábamos discutiendo quién era el mejor padre. Qué si el de Jaime, qué si el de Alicia, qué si el mío… Cada uno de nosotros defendiendo a su padre como si fuera un valioso tesoro al que valía la pena conservar, como conservar un frágil cristal tallado con mucho cuidado con un esmeril. Considerándolo ante nuestros antiguos ojos, el más maravilloso regalo. El regalo de la seguridad y estabilidad emocional. Tanto dependía de ti ese cargo, que un día te borraste, como se nubla el paisaje en una noche de niebla. Y olvidaste tus obligaciones, que conllevaron a consecuencias futuras. ¿Dónde quedó todo?
Claro está que al pasar los años me iba dando cuenta, que la relación no daría para más. Sabia perfectamente que algo entre vosotros no funcionaba y que no duraría mucho tiempo más del que había durado. Hasta que un día, sin casi darme cuenta, llego el nefasto día. Mientras vosotros os ahogabais en vuestras penas y problemas. Deprimidos y combatiendo para hundir emocionalmente al otro con la máxima maldad, os olvidasteis de un pequeño detalle. Y es que un hijo se construye como un niño juega a  construir un castillo de arena, desde la base hasta el techo. No dejándolo a medias o quitándole la base principal para que se mantenga y así destruirlo completamente. Recuerdo perfectamente que ninguno de los dos pensó que dentro de mí estaba habitando un sentimiento de preocupación por la rivalidad entre dos amantes que de pronto se peleaban. Estaba claro que en ese momento en vuestro corazón lo único que queríais era alimentar al odio, para así, convertiros en personas detestables, casi podría afirmar con la mayor seguridad que no os importo el sufrimiento que podría tener un niño de diez años ante aquellas escenas satánicas o aquella rivalidad entre dos individuos, que parecían haberse convertido en dos villanos desconocidos.
Quizás mis sentimientos estaban equivocados, pero recuerdo estar arrodillado, cada noche, frente a la ventana, mirando a las estrellas, implorándole una y otra vez que todo ese infierno se acabará de una vez por todas. A veces miraba hacía abajo y me decía una y otra vez: ¡Qué fácil sería si de pronto desapareciera!
Pero nunca me anime a hacerlo, porque sabía que el problema no lo tenía ni lo causaba yo, sino que erais vosotros. Y que al llegar a la edad, me liberaría de vosotros completamente. Pero habían veces en que mis sentimientos se contradecían por qué de la misma manera que te odiaba, también quería que volvieras a casa, siendo alguien respetable y admirable. Pero son ilusiones irrealistas de un niño de diez años. Claramente puedo afirmar que a pesar de los fallos que cometió mi madre, siempre estuvo allí para sacar fuerzas y salir adelante.
Todavía me pregunto: ¿Por qué también te divorciaste de mí?
Habría gritado a los cuatro vientos “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Pero ni el viento se llevaría mis más mínimos suspiros hasta hacerlos llegar a tus oídos, para que te dieras cuenta que aún existía y que aún me importabas tanto como debería impórtate o como me hubiera gustado impórtate. Haber vivido ciertas experiencias y pensar en como se encontraba el mundo en ese momento, me ayudó a definir mis pensamientos, las personas no destacan por sus grandes capacidades y el “Único y creador” no existía. Ninguno de los dos pensó en la ausencia de mi motivación, perdí completamente la ilusión y cambiaba frecuentemente de humor.
Al llegar a la adolescencia, sentía que era un inútil que no le importaba a nadie. Comencé a pensar que uno nace y vive solo. No me importaba nada y comencé a crear un odio ante vosotros, especialmente hacía ti. El respeto que se había sembrado como a una semilla, creció como flor y fue fundida y destrozada por el odio. 

Está carta no es para culparte, sencillamente me pregunto ¿Por qué en ninguno de todos mis cumpleaños nunca me llamaste?




No hay comentarios:

Publicar un comentario